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"Continental Drift - Colliding Continents, Converging Cultures" .................................................................................................. |
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Prefacio |
Review:
Thomas Gallagher (Institute of Peace Studies, University of Bradford, England) t.g.gallagher@bradford.ac.uk .................... Constantin Roman es Cónsul Honorario en la ciudad universitaria inglesa de Cambridge donde presentó su tesis de doctorado realizando una pionera labor en el campo de la Geofísica en 1974. Durante 20 años ha trabajado como asesor de exploración petrolífera con gran éxito, lo que tras muchas visicitudes le ha permitido instalarse confortablemente en un agradable rincón de Inglaterra. Las memorias del Dr Roman fueron publicadas en 2000 por una editorial científica angloamericana. Su título, Continental Drift, sugiere que las placas tectónicas (su campo de trabajo) dominan el libro. Si bien presta frecuente atención a sus ideas científicas, a cómo fueron aplicadas, y a la colaboración con eminentes científicos resultante de ello, lo fascinante de este libro se encuentra en ver la forma en la que el espíritu humano triunfa sobre las adversidades. Roman es un rumano de gran decisión y talento que posee el don de relacionarse por igual con celebridades y gente más humilde, a la vez que un genio de la improvisación, lo que le ha sacado de más de un apuro. Dichas dotes de supervivencia, siempre bajo el control de sus fuertes valores morales, han creado un personaje pleno de recursos, como el inmortalizado por el dramaturgo Caragiale que ha sido visto frecuentemente en la vida del país durante los últimos 70 años. La habilidad de Roman para triunfar sobre la adversidad y recomenzar su vida en un país muy diferente al que dejó, sin abandonar por ello su fuerte formación moral o su deseo de mantener el contacto con Rumanía, nos ofrece un relato absorbente y estimulante. Es uno de esos supervivientes del cual podrían aprender los jóvenes con talento de Europa del Este condenados al exilio. Aunque el Telón de Acero haya pasado a la historia, los obstáculos burocráticos que impiden moverse con libertad por Europa a la gente formada siguen siendo considerables. Roman nos habla de la impronta genética heredada de sus ancestros, que frecuentemente se encontraron en el lado erróneo de la autoridad por motivos religiosos y más tarde políticos. Nació en una familia de clase media de Bucarest en 1941. Su padre, Valeriu, era químico, como más tarde lo sería él en la industria petrolífera. Acusado en 1948 de ser colaborador de los ingleses, Valeriu evitó la prisión gracias a la popularidad de la que gozaba entre los trabajadores de la empresa. Su negativa a pertenecer al partido fue el estigma que impidió al joven Constantin comenzar su carrera de arquitecto cuando el acceso a la universidad se basaba en criterios de clase social. Con las propiedades y los ahorros confiscados, la educación se convirtió en un símbolo de resistencia frente al sistema comunista. Desgraciadamente para él, en la Facultad de Geología de Bucarest en la que se matriculó Roman en 1960 la relación entre profesores y estudiantes era del tipo amo y sirviente. Al conocer la negativa del personal a compartir información con sus estudiantes y constatar la tendencia de muchos a jugar a ser Dios, me pregunto cómo de diferente es en nuestros días el mundo académico rumano. Los profesores déspotas, mezquinos y negligentes existen todavía en la universidad pública y privada de Rumanía, y la impotencia de las organizaciones estudiantiles (cuando las hay) a la hora de defender los derechos de los estudiantes es uno de los tristes rasgos de la Rumanía actual. Puede que esto ocurra por la cantidad de estudiantes que se saben destinados a ser los burócratas y legisladores del futuro, los cuales explotarán y maltratarán a todo aquel bajo su control. A la edad de 27 años, respetando una tradición familiar de tenacidad e independencia, Roman tendrá la oportunidad de disfrutar de un clima académico más liberal. Gracias a su trabajo de guía turístico durante el verano, desarrolló sus habilidades lingüísticas a la vez que hacía nuevos amigos en el extranjero, quienes le enviaron diccionarios de trabajos literarios e Historia, (como la Historia de la Segunda Guerra Mundial de Churchill). Recibió también docenas de extractos de universidades occidentales, material que de haber caído en manos de sus profesores habría permanecido oculto. Las estratagemas utilizadas para vencer a una burocracia kafkiana y obtener así un pasaporte, un permiso para abandonar el país y un billete de avión para acudir a una conferencia de Paleomagnética en la Universidad de Newcastle, nos aportan una lectura apasionante. El espíritu humano podía todavía derrotar a la más opaca de las burocracias. El temperamento latino de los rumanos podría explicar porqué Nicolae Ceausescu, el zapatero campesino que tomó las riendas del poder en 1965, decidió adoptar una clase de estalinismo nacional donde cualquier rastro de inconformismo era eliminado. Imaginar lo que habría sido de un espíritu libre como el de Roman sepultado bajo el orwelliano sistema de Ceausescu nos ofrece un escenario muy deprimente. Resulta todavía más triste constatar el hecho de que probablemente habría más jóvenes contestatarios que en la mayoría de los casos serían aplastados bajo el puño de hierro, o coaccionados por el estado. En la parte más apasionante del libro, Roman nos cuenta cómo siendo aun un joven ingenuo llega a las costas de Inglaterra, describiéndonos la impresión que le provocaron las costumbres culinarias y sociales, así como los paisajes y edificios de esta curiosa isla. Disfrutó de la buena voluntad de los científicos, primero en Newcastle y luego en Cambridge, donde pudo compartir ideas, contactos y fondos, de manera muy diferente a la que había conocido en Rumanía. La camaradería entre profesores y estudiantes y los generosos recursos para la investigación tuvieron un efecto galvanizante en él. Un pasaje del libro describe la decepción de Roman hacia el modo de vida del país cuando habla de la rigidez burocrática y la insularidad británicas. A pesar de ello quedó lo suficientemente ligado a Gran Bretaña para instalarse allí sin tener que renunciar a su nacionalidad rumana. Durante el desarrollo de sus estudios de doctorado resultó ser un defensor de su país mucho más entusiasta que los diplomáticos oficiales. Publicó traducciones de poesía, organizó varios festivales y montó una exposición dedicada al escultor Brancusi. Con una constante falta de fondos y una hostil embajada rumana pisándole los talones, Roman hubo de emplear toda su voluntad de hierro y su imaginación para llevar a cabo su investigación; ofreció seminarios sobre su trabajo de tesis en varias universidades, una iniciativa poco común en un estudiante de doctorado. Durante su primer año de estudios publicó un articulo de gran importancia en la prestigiosa revista científica Nature en el campo de la tectónica de placas. Algunos meses antes de finalizar su trabajo, cuando científicos americanos estaban a punto de publicar idénticos resultados en el mismo campo, convenció a la prestigiosa revista científica británica New Scientist para que publicara una síntesis de sus descubrimientos, de manera que tuviera la oportunidad de ofrecer sus trabajos como piezas originales de investigación. Roman describe estas artimañas académicas con humor e ironía, siendo perfectamente consciente de las consecuencias que su comprometedora figura podría traer a los administrativos y profesores universitarios de los que dependía. Pero el infatigable exiliado rumano no era ambicioso a cualquier precio. Describe entrevistas de trabajo para puestos académicos ó industriales donde rechaza oportunidades, negándose a arrodillarse ante rectores rancios ó ejecutivos del petróleo. Su mayor problema llega de su negativa a renunciar a su nacionalidad rumana. Estaba amenazado en diferentes frentes: por operativos de la Securitate disfrazados de diplomáticos interesados en acabar con su rebelión al orden socialista y devolverlo a Rumanía; por una obcecada suegra que impedía a su hija casarse con él si éste no aceptaba la nacionalidad británica, y por oficiales de la oficina de inmigración que pensaban que su deseo de conservar su inalienable derecho de nacimiento, su nacionalidad, podría deberse a una lealtad comunista. Una de sus incontables visitas a dicha oficina coincidió con la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968. Quedó estupefacto al ver que la simpatía de la opinión pública británica no coincidía con la de los oficiales de inmigración: estudiantes que pedían asilo político eran rechazados por burócratas que tenían la insensibilidad de los sátrapas comunistas". Durante cinco años, Roman luchó para conseguir un permiso de residencia permanente. Su último recurso fue la obtención de un visado de apátrida bajo los auspicios de la convención de Ginebra, convirtiéndose así en "ciudadano de nacionalidad incierta". Tras escribir una carta al filósofo Mircea Eliade en Chicago, el cual había pertenecido al movimiento Boy Scout junto con su padre, éste le recomendó que se pusiera en contacto con Ion Ratiu, hombre de negocios rumano instalado en Londres. Ratiu se negó a ofrecerle ayuda práctica, y le sugirió que pidiera asilo político. Este no es el único ejemplo de un rumano bien situado que se niega a ayudar a un compatriota en apuros. Recibir asilo político podía traer consecuencias para su familia en su país. Roman menciona de manera muy discreta que sus padres ya habían muerto cuando tuvo la oportunidad de volver a Rumanía en los noventa. Descartando la idea, decide aprovechar sus contactos en Cambridge para conseguir el apoyo de Lord Goodman, jurista y cerebro gris de la política británica hasta 1979, y mediar así con la oficina de inmigración. Sir Duncan Wilson, director del Corpus Christi College de Cambridge y antiguo embajador en Moscú y Belgrado, hizo pasar a Roman por el filtro de Lajos Lederer, un periodista húngaro que trabajaba para el London Observer, el cual confirmó que Roman era realmente quien decía que era. Inmediatamente después, Goodman se decidirá a abanderar la causa de Roman escribiendo a la dirección de la oficina de inmigración para comunicarles que Roman es un hombre de carácter impecable, con ganas de integrarse, y muy dispuesto a realizar una importante contribución a nuestra vida nacional. Resulta chocante descubrir las dificultades con las que alguien tan influyente como Goodman se encontró para convencer a la oficina de inmigración de que adoptara una actitud más humanitaria, donde insistían en que Roman tuviera un empleo fijo antes de rellenar sus papeles. A sus 32 años, Roman carecía tanto de experiencia laboral como industrial, tenía unas calificaciones excesivas no tenía permiso de trabajo ni autorización para permanecer en Gran Bretaña, y poseía un sospechoso pasaporte de un país comunista. Finalmente, David Floyd, del Daily Telegraph, y autor de Rumanía: el aliado disidente de Rusia le ofrecerá un trabajo que romperá el círculo vicioso burocrático. Tras doctorarse, Roman pondrá en marcha su consultoría petrolífera por cuenta propia en un periodo de crisis en el que semejante iniciativa parecía poco menos que una locura. El secreto de su éxito lo achacará a la convergencia improbable del carácter rumano, terco pero pleno de imaginación y recursos, transplantado sobre el liberalismo, la precisión y la brillantez de una mente de Cambridge. Cuando las restricciones de la Unión Europea eran menos rígidas a la hora de obtener un visado, la rigidez de la burocracia a la hora de evitar que una persona de gran integridad y talento pudiera integrarse en la sociedad británica ofrece una visión desoladora. El célebre caso Roman, como él mismo dice, triunfó porque tuvo la suficiente confianza en sí mismo para buscar ayuda en las altas esferas. Uno se pregunta por qué tantos europeos del este, que podían haber sido de gran ayuda en sus países de adopción, fueron ignorados por los países occidentales protegidos geográficamente de la influencia soviética. Muchos jóvenes rumanos, incluyendo aquellos que buscaron refugio en nacionalismos rimbombantes, han perdido el orgullo por su propio país que tanto inspiró a Roman. La tiranía de Ceausescu, que tuvo la suerte de evitar, ofrece buena prueba de ello. Hoy día, como consejero del Presidente Emil Constantinescu sería bueno pensar que este hombre de Cambridge esté poniendo en práctica todo lo aprendido durante sus años en Gran Bretaña para un buen fin. Los rumanos reformistas necesitan aprender sobre la forma de tratar con las compañías extranjeras que buscan sacar provecho de su programa de privatización, así como con los estados extranjeros, cuyas formas de gobierno apenas llegan a vislumbrar. Constantin Roman escribe con gran sinceridad, ingenio y humildad. La extraordinaria historia de su vida se nos ofrece con una enorme sencillez y elegancia, gracias a su facilidad para escribir en un inglés musical de cadencias rumanas. Es más que evidente su deseo de prestar un servicio a un país con el que jamás perdió el contacto durante sus 25 años de exilio. Así pues, instruir a jóvenes de similar ambición y talento a los que él poseía en los 60 puede ser una buena forma de hacerlo. Es absolutamente necesario que los rumanos recuperen el sentido de grupo que Roman encontró en el mundo universitario británico, pero que había desaparecido en Rumanía. Es por ello que esta historia merece ser mejor conocida en Europa. |
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